martes, 29 de septiembre de 2009

Senzu, el asistente

“Déjame que llegue al esternón” le había dicho su hermano.
La ceremonia ha comenzado ya. Delante de los concurrentes contempla impasible la silueta de aquel con el que compartiera en vida millones de cosas, un ardor le quema el cuerpo, unas pulsiones le fuerzan a revelarse contra la tradición, pero está entrenado para rebatir las emociones y apenas pestañea mientras su hermano empuña el Tantō. Senzu recuerda cuando eran niños y simulaban hacerse el Harakiri, cogían una rama cualquiera, interpretaban la escena y luego se rozaban el vientre e incluso agonizaban y morían de mentiras. Siempre uno era el Kaishakunin del otro, y se decían repetidas veces “si yo tengo que hacerme el Harakiri tu serás mi asistente”.

Ahora ya no hay más ramas ni teatro, Senzu no flaquea. Sabe que ha de hacerlo para no deshonrar a su hermano y sabe que eso está por encima de todo. Los presentes miran impávidos, el practicante entona el “Namu abida Butsu” y todo en el habitáculo dispersa la templanza de la ceremonia, ni siquiera el fuego de los candiles se contonea ni el hilo de incienso varía su ruta hasta el techo. Y el hierro penetra en sus entrañas. El rostro se desencaja pero las manos siguen estrechando la daga contra sí, y surcan la carne hasta el centro para luego subir hasta arriba, hasta lo más arriba posible. “Déjame que llegue al esternón” recuerda Senzu, que lucha por liberar los demonios que lo carcomen. Ha de estar sereno para efectuar el movimiento con la mayor de las precisiones. Recoge el aire y lo mantiene, concentra su fuerza y se funde en espíritu con la espada. Su hermano llega hasta arriba deshecho de dolor; Senzu clausura, suelta fuerza y aire con una técnica excepcional. Y la cabeza se separa del cuerpo. Una ejecución perfecta.

En los ojos de los que han asistido puede leerse la admiración hacia aquellos dos hermanos, el uno por resistir la agonía para que su linaje y familia quedasen impunes de la deshonra, el otro por la maestría, por haber culminado la expresión del samurai. Senzu había proyectado el amor a su hermano con ese golpe, pues una maniobra como aquella era la mejor entrega que pudiera haberle hecho. Ni siquiera cuando todo acaba titubea, no llora, no muestra emoción. Lleva la amargura en su interior, lo hace por su hermano.


Tantō - Daga similar a un puñal.
Kaishakunin - En el ritual del Harakiri (o Sepukku), persona que decapitaba al suicida durante su agonía.
Namu abida Butsu - “Tomo refugio en el Buda de la Vida y de la Luz Inmensurables”.

martes, 22 de septiembre de 2009

Los dos sucesos de Nadia

Una porción de existencia en el interior de alguien, un soplo de la naturaleza, y se da el suceso de la creación; una criatura sale a la vida. Nadia emerge de la cámara oscura y cerrada que es el vientre materno, y va a parar a un lugar con luz. De lo que antes era negro ahora es blanco. Donde antes era oscuro, ahora es luminoso. Hay un grupo de gente vestida de blanco. A Nadia la limpian y la entregan a las personas que más la quieren en el mundo. Alguno de los que hay llora.

Nadia crece, le salen los dientes y le crece el pelo. Sus padres le tratan con delicadeza porque aún tiene los huesos frágiles, y utiliza un andador porque aún no se tiene en pie. Algunos familiares le dan de comer porque ella aún no sabe. Y ocurre que la niña aprende esas cosas y se hace mayor.
Y ocurre que Nadia olvida esas cosas, y algunos familiares le dan de comer porque ella ha olvidado y utiliza un andador porque ya no puede tenerse en pie, y sus hijos le tratan con delicadeza porque sus huesos están frágiles, y entonces se le cae el pelo, y entonces se le caen los dientes. Y todo eso porque han pasado setenta años.

Una última porción de existencia en el interior de alguien, un soplo de la naturaleza, y se da el suceso de la pérdida; una criatura sale de la vida. A Nadia le limpian y la entregan a las personas que más la quieren en el mundo. Luego ella se sumerge en la cámara oscura y cerrada que es el ataúd, y ya no ve más la luz. De lo que antes era blanco ahora es negro. Donde antes era luminoso, es ahora oscuro. Hay un grupo de gente vestida de negro. Alguno de los que hay llora.

martes, 15 de septiembre de 2009

Hoy le lloré a Bradbury


Érase una vez un hombre-niño, como le gustaba llamarse, un americano de Illinois al que se le apareció un ángel de cincuenta teclas, con rollos de tinta y de cuerpo metálico. Nació de ellos un afecto sin condición, como solo puede haberlo entre dos personas que se miran a los ojos y se entienden, y se aman. Desde entonces se profesaron la hermandad de dos gemelos, pues lo que manaba de los dedos de uno se reflejaba en el rostro del otro. Él manoseaba sus intestinos y ella pegaba mordiscos al papel en blanco, él accionaba resortes, desplazaba herrumbre de su bajo vientre, la alimentaba de folios y la amamantaba con tinta y ella le devolvía el afecto con sonoros y repetidos besos. Él la preñaba de ideas fascinantes y de imaginación sin límite, ella le devolvía el gesto pariendo cuentos enteros. El resultado; miles de cabezas fascinadas y ojos incrédulos que leen historias como si fuesen verdades universales, y es posible que lo sean.

Hoy le lloré a Bradbury. A él, a sus crónicas y a sus grados Fahrenheit. Hoy lloré por sus arañas inteligentes, por sus dinosaurios, por su hombre ilustrado, sus fantasmas de lo nuevo, su vino del estío, sus leones hambrientos del África en la habitación de los niños. Hoy lloré por el simple mortal, por su esfuerzo y por su sincera humildad y cuanto le costaba creer que le dijeran que era bueno. Se que habrá de morirse, cuando lo haga me resignaré al silencio de sus letras. A él, que escribió acerca de sus autores preferidos, le escribo hoy para devolverle ese favor a la literatura, para que no se le recuerde solo en ese día, para ayudar a que sus cuentos pertenezcan a la inmortalidad. Hoy le lloré a él y a su máquina de escribir.

martes, 8 de septiembre de 2009

Nageena y la sombra de una higuera

Nageena era una niña de cabellos rojizos, cara sucia y ojos avispados. Siempre se la podía ver en el camino, cubriendo el suelo con la mirada, estudiando las huellas de pisadas que surcan la tierra. No participaba en el juego de los otros niños de la aldea, no se bañaba con ellos en la madre Ganga, ni se juntaba con nadie para las comidas. Cuando, curiosos, los hombres de la aldea le preguntaban por su actividad ella respondía que estaba buscando, cuando le preguntaban el qué, se limitaba a encogerse de hombros.

Una día un Brahmán* pasó por donde vivía Nageena, encontrándose con el padre que vivía con ella.
- Vengo a preguntarle por su hija, la del camino – le dijo el Brahmán – por su actitud insólita y que desconcierta a los niños y a los viejos.

El padre de la niña le dijo: yo no puedo decirle nada de eso porque es ella, la que por voluntad propia, se dedica a escrutar el sendero. Y si está en la búsqueda de algo, confío para que lo encuentre.

Le pareció al sacerdote que aquel hombre tenía un halo distinguido en los ojos, de aquellas miradas que condensan una sabiduría escondida, y añadió:
- ¿No estará, tal vez, buscando la niña a su madre?

El padre de la niña le dijo: no porque mi hija y yo la vimos morir y echamos sus cenizas al río. Nageena sabe que su madre reside ahora en un lugar donde no puede encontrarla, así que no la está buscando a ella.

El Brahmán tras esto último sintió más curiosidad:
- ¿A quién busca la niña entonces?

El padre de la niña le dijo: Nageena desde muy pequeña sabe apreciar las huellas de pisadas, las ve y sabe leer a través de ellas, y sabe de la persona que las ha grabado. Si usted marca el suelo, y ella se detiene a observar la huella, tenga por seguro que está leyendo un libro de su vida.

El Brahmán, algo desconcertado, fue al camino a ver a Nageena. La encontró llorando, pletórica, sonriente y bajo una ferviente excitación. Ha encontrado algo – adivinó el sacerdote, y ella le señaló unas pisadas, y los dos las siguieron. Y así el Bramhán y la niña fueron a parar donde la sombra de una higuera envolvía a un hombre que meditaba, completamente inmóvil e irradiaba la más pura de las verdades. Y este hombre era la encarnación del dios Vishnú, al que llamaban Siddhartha.

La niña había estado buscando el despertar de un hombre, y lo encontró, a la sombra de una higuera.


* En la religión Hindú, miembro de la casta sacerdotal.

martes, 1 de septiembre de 2009

El primero de los mahout

De cómo Sarekae llegó a ser el primer cuidador de los elefantes de los dioses de Asia, eso es conocido en toda la región oriental.

Yan Lu Pieh, que era un dios travieso y cruel, hizo llamar a Sarekae a sus aposentos, con el propósito de probarle como mahout*. Había llegado a sus oídos que éste era un mortal íntegro e incapaz de obrar mal, y los otros dioses habían insistido en que no era preciso que pasara ninguna prueba, aún así la curiosidad le corroía y quiso verlo por sí mismo. Para llegar a ser el mahout de los dioses – le dijo -habrás de pasarlos a todos ellos por la senda de Iguaul en la quinta madrugada a partir de hoy.

Llegado el día indicado Sarekae cogió el ankus** y comenzó a guiar a los elefantes. Sabía que aquel día era el más caluroso del año, y en cuestión, el menos propicio para atravesar una senda tan árida, que por lo demás, era temida por lo escarpado y peligroso de su terreno.

Yan Lu observaba desde su heredad celestial, no sin irritación al ver que no había un atisbo de duda en aquel hombre. E hizo que perdiera el ankus. El hombre se sirvió entonces de sus propias manos para guiarlos. Yan Lu hizo que perdiera los brazos. Sarekae habló a los elefantes, indicándoles el camino, y ellos le escucharon. Pero el dios le hizo enmudecer. Se dio cuenta entonces el sufrido mortal, que los animales eran capaz de mirarle a los ojos, y entonces les dirigió con la mirada, y las patas de aquellos gigantes pisaban firme allá dónde Sarekae echaba un vistazo. Y Yan Lu le arrancó los ojos. Sarekae continuó caminando, a ciegas, seguido por la manada, y el dios le arrebató las piernas.

Y fue allí, en medio de aquella senda de Iguaul donde tuvo lugar el acontecimiento que luego sería recordado por miles de años.

Ocurrió que los elefantes se detuvieron entorno a lo que restaba de Sarekae, y se arrodillaron, a modo de reverencia. Uno de ellos lo elevó del suelo, se lo echó al lomo y la manada continuó por su propio pie, como conociendo cada recoveco del camino, hasta llegar al otro lado. Aseguran los dioses que de las miradas elefantinas se discernía una comprensión inaudita, y que del pecho de Sarekae emanaba una respiración profunda y sosegada, que a pesar del tormento no había sido alterada.

Yan Lu Pieh deshecho en furia y abatido fue a pedir consejo a sus hermanos, que le hablaron así:

Quien deposita su espíritu por completo en realizar un anhelo, es seguro que sus pasos lo llevarán hasta él, puesto que aunque se pierda todo lo demás, el alma perdura. Los elefantes entendieron eso.


*Cuidador de elefantes.
** Herramienta usada en la dirección y el entrenamiento de los elefantes.

Iskandar.