martes, 16 de febrero de 2010

Un jersey, dos calcetines

Las hebras se unen formándolo; tejida la lana se rematan las mangas, el cuello, y la etiqueta se cose. Cuando está listo se traslada al centro de la ciudad, se dobla y expone en una de las tiendas de la avenida, y allí permanece hasta que lo compra alguien: a los pocos días, un hombre paga setenta euros por él; es un jersey de marca, color beige.
Semanas después, y por una única vez, el individuo estrena el suéter, solamente unas horas; un paseo en coche de lujo y una cafetería. Luego, en un día que un amigo le visita, la frase «¿quieres este jersey?» se oiría por primera vez de otras que seguirían. Y la ropa cambia de dueño.
El amigo agradece el regalo y se lo pone a los pocos días, en una primera cita. Tiene éxito, gusta a la chica, al final de la noche se acuestan. Ella siente algo, él no. La joven se marcha de madrugada, con frío en el cuerpo. Él, por compasión, le pone la prenda sobre los hombros y balbucea algo como que ya se lo devolverá. Nunca más se ven.
La chica está triste unos días, lleva el jersey cuando está en casa —a veces lo huele— y le recuerda a esa noche, al tipo del cual se desenamoraría poco después. Ella estudia en la universidad y comparte piso con otra chica. Al cabo de un año su hermano va a la ciudad y le hace una visita, se cuentan sus vidas por separado y recuerdan la que vivieron juntos. Antes de que él se marche ella le dice que si quiere ropa casi nueva, él acepta.
Después del viaje, y con una prenda de más, el hombre vuelve a casa. La familia le echaba de menos y el perro le saluda agitando el rabo. Su mujer le dice que le queda bien el beige, a él le parece que también. Durante muchos días se lo pone para salir, luego sólo cuando está en casa, más tarde lo utiliza para taparse los pies cuando duerme la siesta en el sofá. Los niños lo utilizan un par de veces para disfrazar a su peluche. Un día en que se disponen a hacer espacio en casa, lo meten en una bolsa, junto con otras prendas y lo dejan a las puertas de una iglesia.
Antes de que pase el párroco, una mujer le echa un vistazo curiosa. Por la ranura de una de las bolsas sobresale una manga, el color le parece bonito y agarra la prenda. Nunca llega a ponérselo por entero, lo único que hace es colgárselo al cuello, porque es donde tiene frío después de cenar. Mucho años lo utiliza, hasta que su nuera le regala una manta eléctrica, «así tirará de una vez ese dichoso trapo» le dice. La mujer, a la que no le agrada desperdiciar nada, se lo regala a un vecino junto con una lámpara que le estorbaba y un plato de lentejas que le había sobrado de la comida.
El vecino, que vive tres pisos más abajo que ella, le da las gracias mientras piensa en lo buenas que estarán esas lentejas. En la casa son cinco, el jersey pasa por casi todos. Primero el padre y luego los tres hijos ; como se llevan algunos años va pasando de mayor a menor, y a cada uno le toca cuando los demás simplemente se cansan de vérselo puesto. Al cabo de unos años, descosido y gastado, va a parar al lado de un contenedor.
Un viejo lo recoge para la cesta de su gato, el minino ronronea de gusto cuando se acuesta. Siempre acostumbra a tenerlo a sus pies cuando mira la televisión. A menudo, cuando hace demasiado frío, el anciano se sorprende metiendo los pies por debajo del gato y del jersey, aunque el gato no hace señas de que le moleste. Así transcurre hasta que el viejo muere. La hija del difunto se lleva el gato a casa y le compra una cesta nueva, de esas acolchadas, bien mullida, y se deshace de aquel harapo amarillento.
Un vagabundo dado al alcohol lo encuentra; piensa en cuanto debe abrigar. Distingue por la etiqueta que es ropa de marca, mira la prenda con una confusión amarga, pensando en cuanto le recuerda a algo, tal vez a su anterior y acomodada vida, de cuanto era rico y conducía coches caros y se compraba ropa de marca. Ahora lo que le importa es que tiene los pies helados, y se hace unos calcetines con la mangas del jersey. Meses después unos chavales se los roban, desnudándole los pies, como por una apuesta. Luego los tiran al contenedor y allí están hasta que son llevados a la incineradora, con el resto de deshechos.
Y el jersey, que ahora eran dos calcetines, terminaba aquí su trayectoria.
Aquel transcurso, desde que se fabricara, había durado veinte años; el continuo devenir de existencias, el desbarajuste de vidas, había concluido. Ahora, desfigurado, arrancado de su forma inicial y hecho un guiñapo, desaparecía. Los últimos flecos se consumen por el fuego.

2 comentarios:

Blonde Redhead dijo...

Excelente entrada. Como siempre mucho sentimiento en tus letras. Pero con la sutil diferencia de un gran Speechless en mis labios...

Me encanta como escribes.

Un abrazo,
Lya.

Darka Treake dijo...

Cómo podría aplaudirte virtualmente? Me has vuelto a sorprender, aunque en este blog ello no es algo extraordinario.
Me ha gustado muhcísimo.
Siempre me han llamado la atención especilamente las historias de los objetos, ese carácter animista que pueden llegar a tomar, sus propias vidas si las registramos...
Como la de este jersey se han escrito otras: Excalibur, el Anillo Único, el Violín Rojo... Me fascina la idea de plasmar la vida, la ruta que sigue un objeto, pues al parecer no tiene libre albedrío, pero pueden llegar a protagonizar historias merecidas, como la de este jersey que terminó siendo unos calcetines. Muy bueno, Sr. Iskandar.

La segunda lección que nos dejas es sin duda reveladora, maldito joven arrogante, te ganaste tu merecido! ajajajaja

Genial.

Oye, me gustaron mucho tus comentarios. Espero continuar esa historia, la del trono vacío, que probablemente se entrelazará con la del árbol consciente y su sirada... ya iremos viendo a dónde nos lleva.

1abrazo fuerte!!
Darka.