martes, 30 de marzo de 2010

Srijeimán «el que ofreció leche de su vaca» Parte I

El primero de los días del sultanato de Ramán lo trasladaron a él y a su familia a la mansión llamada Lakshemir. Pidió traerse a sus animales también y así se hizo. Cuando llegaron a la entrada una turba de hambrientos codeaba y vociferaba suplicando comida. Desdentados y famélicos rostros aparecieron a los ojos de ellos, y después de que algunos hombres calmaran a la barahúnda entraron en palacio.

La estancia principal se les presentó fulgorosa y radiante, de anchas y rematadas columnas, suelo de mármol, oro y pedrería. Cientos de tintineantes engarces de preciosas y semipreciosas aparecían en todas partes; los había en cojines, cortinas, lámparas, en copas, en cubiertos. Las telas de primerísima calidad cubrían los sillones y las mesas, El techo abovedado y las paredes estaban preñados de espejos y a cada reflejo se mostraban los objetos por duplicado, revestidos de oro y plata; anillos, brazaletes, espadas, ábacos, arcones. En el resto de la estancia todo tenía igual color.
Ramán y los suyos jamás habían visto tanta abundancia, tal plétora de alhajas, todas ellas de valor incontable. Aquello, el lujo excesivo, la riqueza, les aturdió, tanto que en un primer momento no supieron donde sentarse.
En seguida apareció en el salón una figura rechoncha, de bigotes negros, un hombre ataviado con una túnica negra y que sonreía efusivamente. Se presentó muy amigablemente como Karfú Abdira.
Ramán le saludó cortés, y luego le dijo:
— Dígame Karfú, aquello —señalando una tetera de oro que había en una mesa—, ¿para qué sirve?
Él hombre balbuceó, borrando la sonrisa:
— No lo entiendo alteza. Es una tetera.
— Si, ya, pero dime, ¿es mejor té el que sale de ella?
Karfú entendió.
— Con todos sus respetos —el hombre se inclinó—, me gustaría darle mi opinión al respecto.
— Claro —dijo Ramán—, habla.
Karfú, tras incorporarse, habló:
— Todos han dicho siempre lo mismo, con respecto a esto. El contraste entre el hambre de fuera de la mansión y el ostentación del palacio. Piense usted que éstas son riquezas adquiridas a lo largo de los años, fruto de mucho trabajo y sacrificio por la nación; son regalos de agradecimiento, objetos que tienen un valor añadido; el entrañable sentimiento de que algo ha sido bien hecho. Usted, que es inteligente, por fuerza debe verlo.

Karfú dejó de hablar un instante, mientras cogía una de las vasijas plateadas.
— Con este poder simbólico —continuó— se da fuerza a una nación, los de fuera están orgullosos de esta mansión lujosa, y están orgullosos de usted. Los de fuera le han escogido, quieren que usted posea estas cosas y las administre. Los otros sultanes decidieron no alterar el orden natural de las cosas, porque ¿qué habría de solucionarse arruinando la mansión Lakshemir, cuando es la única representación del bienestar a la que pueden agarrarse los aldeanos pobres?¿Acabaría eso con el hambre? Claro que no. Sabemos que siempre, por muchos palacios Lakshemir que haya, seguirán habiendo carencias. Y, por otra parte, diez años dieron de sus vidas los demás sultanes para la causa, al igual que va a hacer usted. ¿No cree que fueron ellos merecedores de algo que les hiciera más llevadero el fardo de la responsabilidad? Simplemente no puede hacerse así. No es usted el único que piensa en la pobreza, se lo aseguro, los demás también se preocupan.

Ramán, sin desviar los ojos de aquel, dijo:
— Un sabio me dijo una vez: hay dos clases de personas; las que se preocupan y las que se ocupan.

Entonces salió de palacio y fue a buscar a una de sus vacas.

martes, 23 de marzo de 2010

Aridemán «el santo del árbol»

No supieron cómo les había hablado a los elefantes, no sabían adónde había ido. Se oyeron comentarios de que ya no volvería, pues había muerto; se habría infestado de la peste o habría recibido el castigo divino. No tuvieron noticias suyas, ni siquiera su familia, hasta que unos niños lo vieron encaramado a lo alto de un árbol grande —un botswe—, no muy lejos del poblado.
— Estaba muy arriba —dijeron los muchachos—, sentado en una rama. Y tenía los ojos cerrados, como si durmiese. Pero no dormía.

La esposa de Ramán, cuando se hubo enterado, se tranquilizó, murmurando:
— Es el Padsnem, es su retiro. Ya lo hizo cuando murió nuestro primer hijo.

El segundo hijo de ellos, que lo oyó, le preguntó curioso. Ella, por toda respuesta, dijo:
— Tu padre dijo un día: «Leerse un libro y no pensar en él, es como no habérselo leído. Si después de cualquier acción no reflexionas sobre ella, se convierte en una experiencia fútil, de la que no aprendes nada».
Y ella, el hijo y la familia entera dejaron de preocuparse.

Ramán, por tercera vez en su vida, buscó ese momento de Padsnem, en el que uno se retrae de todas las demás cosas para fijar la atención en sí mismo. Padsnem era el aislamiento en el que se tiene un conocimiento de la experiencia pasada.
A cincuenta metros del suelo no realizaba nada más que no fuese esa abstracción. Era verdad que no dormía, y tan solo bajaba para beber del arroyo y comer cualquier cosa, luego volvía a subir.
Con gran paciencia comenzó por recordar desde los primeros momentos de su vida, y los pensaba, como si pudiese revivirlos por completo. En cierta forma era como si lo hiciese. Así hasta que llegó a los recuerdos más cercanos, a lo ocurrido en el poblado, a la muerte de los elefantes. Le vinieron imágenes de los días en que se había marchado con la manada, imágenes del continuo batirse de las grandes orejas, del arrastre pesaroso de las pezuñas contra el suelo, y el balanceo de las trompas. Ramán había caminado con ellos; no los había guiado, tampoco los siguió aparte; simplemente se había hecho uno con sus pasos. Anduvo junto a ellos como uno más, hasta que, sobre un claro retirado, poco a poco, uno a uno, murió el último.
Volvió a pensar en sus muertes, recordó lo mejor que pudo cada instante de agonía de cada uno de los elefantes. Se esforzó más por sufrir su pérdida, porque supo que aquello le ayudaría a entender el vacío. A los cuarenta días de estar en el árbol, cuando se celebraba la elección del nuevo gobernante de Jumea, Ramán bajó, y volvió al pueblo.
Ese día fue nombrado Sultán de Jumea, aquel que había salvado a su pueblo de la peste elefantina, aquel al que algunos llamaban Aridemán «el santo del árbol».

martes, 16 de marzo de 2010

Erhemán «el que domina a los elefantes»

Cuando se cumplieron doscientos días del año de las elecciones de Jumea, nació en la ciudad un brote de lo que apodaron “peste elefantina” que comenzó por extenderse entre estos animales.
Todo el pueblo vio asustado cómo deambulaban moribundos y agónicos aquellos gigantes —los del gran paso— y pronto las gentes fueron recluyéndose en sus casas, por temor al contagio. Sabían que, continuando las calles repletas como estaban, no tardaría la ciudad entera en coger la enfermedad. La situación era desesperada.
Había una dificultad que se añadía a una situación como aquella y es que los elefantes, por ser considerados de origen divino, eran sagrados; es decir, no podía matárseles, ni conducirlos fuera del poblado, ni alterar sus designios. Tampoco podían hacer arder a los cadáveres, que seguían descomponiéndose, así que la peste se propagó con más celeridad.
La creencia popular que se formó en aquellos días fue que los elefantes, que eran dioses encarnados, enfurecidos con los pecados del hombre habían decidido castigarlo con la representación del sufrimiento. Así entonces los animales arrastraron sus pasos por el interior del poblado, colmados de pústulas y abscesos; con sus cuerpos enfermizos difundían el padecimiento por el aire, desparramando su rencor al ser humano, hasta que ultimadas sus fuerzas se desplomaban impetuosos al suelo. Nadie hizo nada, pues aquello significaba enfrentarse a las divinidades, intentar cambiar eso conllevaría a un castigo mayor. Pero Ramán de los cinco nombres actuó.

El joven aldeano, que en su día había renunciado a dar a conocer su habilidad, comprendió que ahora actuaban fuerzas mayores a su intención y, con el gesto de asentimiento de su esposa, en la mañana del día treinta y siete desde que apareciese la peste, salió a la calle.
A medida que se conducía por entre los caminos la gente desde el interior de sus casas se asomaba, entre curiosa y pasmada, para ver quien de los suyos osaba enfrentarse a una muerte segura. Cuando se detuvo ante uno de los elefantes, algunos le creyeron un loco por exponerse de aquella manera, la mayoría le injurió por querer objetar a los dioses.
El animal yacía postrado en el polvoriento suelo, con las patas delanteras flaqueándole, mientras se debatía en una respiración forzosa. Tenía la cara y el cuerpo manchados de llagas purulentas. Los ojos, envueltos en un cúmulo de legañas blancuzcas, miraron directamente a Ramán. El joven extendió el brazo y fue a poner su mano en la frente del animal. Durante unos instantes ni uno ni otro se movió lo más mínimo. Luego, el hombre murmuró algo. Ocurrió en aquel momento, para asombro de todos cuantos lo estaban viendo, que el elefante se incorporó trabajosamente, y se encaminó fuera del poblado, perdiéndose entre la selva.
Durante cuatro días que siguieron al suceso, se repitió lo mismo con los otros elefantes contagiados, en esos días se vieron también a los elefantes que estaban sanos cargar con los muertos y llevárselos. Cuando todo hubo acabado, Ramán se despidió de su hijo, de su esposa y de su padre, salió él también del poblado, y nadie supo de él en una temporada. Cuando la gente se atrevió poco a poco a poblar las calles, intercambiando rostros incrédulos, fue inevitable que constantemente desviaran la mirada a aquel lugar; allí dónde habían ido a morir los elefantes.

martes, 9 de marzo de 2010

Ramán, de los cinco nombres

Por salvar a su pueblo se hizo insigne Ramán Sarti.
Contaba con veintiséis años cuando fue llamado a las convocatorias del sultanato de Jumea. Decían los que le habían recomendado a las votaciones que era un hombre callado, demasiado a veces, pero que siempre se comportaba amablemente y conducía sus pasos con confianza y honradez.
El nombramiento del nuevo gobernante tenía lugar cada diez años, para ello, y durante trescientos días, el pueblo era responsable de conocer a los Saravit, los que aspiraban al cargo; todo aquel que lo deseara podía acudir a la casa de ellos, cuestionarles acerca de cualquier cosa o conversar de algún tema.
Muchas y apacibles charlas sucedieron en casa de Ramán. De esta manera habló con todo aquel que se le presentara; con el leñador, de las técnicas de poda de árboles; con el barquero, de los movimientos marítimos; con la recolectora de arroz, de lo dificultoso e infértil de algunas tierras. Cuando le preguntaban por qué quería el cargo él respondía que no lo quería, que simplemente debía hacerlo. Y le decían:

— ¿Por qué, si no quieres, aceptas la candidatura?
Y él mostraba siempre el mismo ejemplo:
— Imagina que es noche cerrada, es invierno, y hace mucho frío, ¿te meterías en el río, estando el agua helada?
Como respondían negativamente, él preguntaba entonces:
— ¿Y si ves a un hermano que se está ahogando, te meterías entonces? —y los otros quedaban satisfechos con la respuesta—. No necesito el puesto, el puesto me necesita a mí —añadía.

Hay que decir, es importante, que esto era totalmente creíble, pues ser gobernante no reportaba retribución alguna; se comía a diario y se dormía cómodo, con fin de sobrellevar la dureza del cargo, pero al terminar los diez años de mandato el que había entrado había de salir de igual modo, sin ninguna renta de más.

Ramán vivía con su esposa, su padre, y su hijo, en una casa lo suficientemente grande para albergar a los cuatro. Tenía, además, dos vacas, dos gatos, un perro, y había también un mono que se dejaba caer por allí de vez en cuando. Nunca tuvo apego por los sagrados escritos, ni por los estudios que sus padres le propusieron. En cambio sí profesaba una curiosidad innata hacia el entorno: conocía bien las plantas, a las personas, y no dejaba de cuestionarse acerca de todo lo que acontecía en Jumea, pero sobretodo sentía una especial admiración a los animales, y les escuchaba. Y he aquí que tenía un don, una habilidad, un talento: los animales también le escuchaban a él, y le obedecían.
A propósito de esto le dijo su esposa en una ocasión:

— ¿Por qué no utilizarlo, mostrarlo a la gente, hacerse servir de este poder que tienes, para conseguir el puesto, si sabes que liderando tú será bueno para todos? Conoces a los otros que ostentan el sultanato, sabes que les mueve la codicia y que no harán sino empeorar las cosas. No es bueno presumir ni alardear, y sé que no es del todo honrosa esta estrategia, pero sería con un buen fin. Escucha mis palabras marido mío, y piensa.
Ramán, casi de inmediato contestó, como única respuesta:

— Para lograr el bien no puede utilizarse nunca un mal procedimiento.

martes, 2 de marzo de 2010

La vergüenza del payaso

«Otra copa no, payaso, antes me pagas» le dijo el dueño del bar. Sus exagerados zapatos apenas le permitían acercarse a la barra, sus pantalones impedían que pudiera sentarse bien en la banqueta, y la peluca le achicharraba la cabeza. Con su último dinero pagó la bebida, y con su rostro ambiguo salió a la calle, llena de tránsito. El maquillaje reseco ocultaba los colores de la embriaguez, y sus andares de borracho se confundían con la torpeza fingida de los de su gremio, pero su aliento de whisky le delataba.
Vio a un niño de la mano de su madre y le regaló un globo. Sus manos olían a tabaco y el chaval formó una mueca de asco o de miedo, o de ambas cosas; después se puso a llorar, casi todos lo hacían. La madre miró al hombre con cara de disgusto, le lanzó una mirada de reprobación, de esas que decían «un payaso alcohólico, qué vergüenza»; luego siguieron andando, desoyendo a aquel, que les pedía desesperado una moneda.
Sin dinero, y apenas le quedaban globos.
Miró a todos lados de la avenida. Las otras personas se le cruzaban con desconfianza, los niños le temían, e iban a esconderse tras las piernas de sus padres. La calle entera tenía esa mirada, la gente se apartaba a su paso, el mundo entero le rehuía. Él podía notar todas esas cosas.
Metió las manos en los bolsillos de sus bombachos y su figura se abatió; ni siquiera su maquillaje le impedía sentir vergüenza. Algunos transeúntes, al verlo alicaído, reaccionaban con extrañeza, como si la imagen no correspondiese. Se preguntaban qué rondaba por la cabeza de aquel hombre disfrazado; igual recordaba tiempos en los que conseguía hacer reír a los niños, tal vez se recreaba en momentos buenos, incluso aquel hombre podía haberlos tenido. Ninguno se apercibió que el payaso lloraba un poco, mientras arrastraba sus zapatos, dando tumbos.
Como iba mirando hacia abajo chocó con alguien y cayó al suelo. El bombín se despegó de su peluca y rodó unos metros; el hombre con el que había chocado le insultó, y paso de largo. Cuando consiguió levantarse vio a una niña que le esperaba en frente suya; llevaba una graciosa capucha que le cubría la cabeza, y le estaba mirando a él, de manera tímida. En una mano llevaba el bombín y en la otra un trozo de papel. El payaso le cogió el sombrero.
— Gracias, niña.
Ella quedó mirándole.
— ¿Qué te pasa niña, te has perdido? —y ella desvió la mirada al papel que sostenía.
— Es que no sé hacer aviones —dijo, y él le cogió el papel y le hizo uno.
Miró de reojo a los que caminaban a su lado, le pareció en ese momento que ya no le miraban mal, igual con algo de compasión, pero era diferente. La niña le dio las gracias y le sonrió, como solo un niño sabe hacerlo, con esa amplitud y ese brillo en los ojos, y luego correteó calle abajo con su nuevo avión y se deshizo entre la multitud.
Con la moneda en la mano sus pasos le guiaron instintivamente al bar, pero se detuvo a la entrada. En realidad nadie le miraba pero él imaginó a toda la calle que se le volvía. Sin mirar atrás creyó que todos se habían detenido para observarle; decenas de rostros se le aparecieron expectantes, y pensó en la niña.
«Pero me ha sonreído», se dijo. Miró al interior; a la barra, al camarero, a las estanterías de botellas que repletaban la pared, y se sintió asqueado. Se guardó la moneda y se dio la vuelta. La gente seguía su paso indiferente, el payaso fue calle arriba mientras hinchaba un globo.