miércoles, 23 de junio de 2010

Todos los hombres con bigote

Desde el sueño más profundo, mi cuerpo entumecido se despertó. Ni siquiera supe cuanto había dormido. Dejé poco a poco que mis brazos y piernas revivieran, un hormigueo me delató que estaban volviendo de mi lado, del lado de la consciencia. Mi mente, en cambio, parecía resistirse al estímulo, como si un influjo le animase al adormecimiento.

Atravesé las estancias de mi casa hasta la cocina, quise preparar café pero no pudo encontrarlo. Abrí la nevera y comprobé confuso que unas latas que nunca había visto ocupaban todas las bandejas; parecían de bebida, cogí una y la probé, no sabía a nada. Aún adormilado eché un vistazo al salón y lo encontré raro. Sospeché entonces que no era yo que estaba aturdido, algo había de extraño en lo que me rodeaba. Como si alguna cosa no encajase. Todo estaba en su sitio, sin embargo… Entonces me senté en el sofá y encendí el televisor.
La primera imagen era la de una mujer, atractiva; vestía de un rojo pálido, tenía el pelo negro y lo llevaba recogido por una coleta, los labios los tenía pintados del mismo rojo del vestido y sus ojos eran marrones. Hablaba del tiempo. Cambié de canal, la misma mujer aparecía ahora anunciando un coche, un deportivo blanco. Llevaba el mismo vestido y tenía el pelo igual de recogido, como si no hubiese pasado un minuto entra una grabación y otra. Cambié otra vez de canal, volví a cambiar, y así muchas veces. En todos, uno tras otro, sin excepción, aparecía la misma mujer como duplicada por las ondas televisivas, siempre estaba ella.
Sin ni siquiera apagar el aparato me incorporé del sofá y me dirigí a donde unos cuadros de la pared me llamaron la atención. Tenían algo de familiar, pero a su vez, también los encontré desconocidos. Me sorprendió que uno de ellos fuera de aquella misma mujer, la de la televisión. El otro, aún más desconcertante, se trataba del retrato de un hombre de rostro frío, de nariz curva y mirada inquieta. Tenía el pelo corto, castaño, llevaba traje negro y corbata gris, y lucía un arreglado bigote. Un buen rato pasé mirando aquel rostro hasta que una voz, venida de algún rincón de la casa, me sacó de la abstracción, una voz de mujer.
—¿Por qué has encendido mis canales? —se escuchó.

Fui instintivamente a dónde la televisión, y allí me la encontré, a ella, siempre a esa misma mujer, pero esta vez en persona, en mi propia casa. Volvió su rostro hacia mí, esperando una respuesta mía que no llegó. Solamente me limité a mirarla con tanta fijeza como me era posible, como si esperase a que en cualquier momento se desvaneciera. Pero no lo hizo. Después de unos segundos de silencio ella cogió el mando y apagó el televisor.
—Sabes de sobra que tu mando es el azul —dijo.

Luego se dio la vuelta, y se internó en alguna de las habitaciones de la casa. ¿Qué estaba ocurriendo?, pensé. Todo aquello se ofrecía ante mí con una atmósfera ambigua. En parte reconocía mi casa, reconocía los muebles y creía reconocerla a ella, pero solo en parte. También parecía ser todo nuevo y desconocido, ajeno a mí, e irreconocible en tanto que a ratos me parecía estar en alguna otra casa. Algo aturdido me senté de nuevo en el sofá. Vi que sobre la mesa había un mando azul, y le di al botón de encender. Casi parecía la misma programación, los decorados, la música, las palabras, solo que en lugar de la mujer aparecía el hombre del cuadro, justo igual en apariencia. Como había sucedido con la mujer, él también ocupaba todas las sintonías, hablando de política o deportes o dando clases de gimnasia. Eso si, siempre de traje.
No puede ser, me dije a mí mismo, algo enfurecido. Entonces levantándome de golpe, me apresuré a salir de la casa, hacia las escaleras. Mientras bajaba, ni sabía cuantos pisos tendría que bajar, me preguntaba si lo que sucedía no podía ser un mal sueño, y en realidad estaba aún en la cama durmiendo. Pero en el fondo sabía que no.

Salí a la calle, a una avenida ancha, y tuve que andar unos metros hasta que quise darme cuenta de lo que ocurría. Todo era lo mismo.
A izquierda y derecha, todo el paisaje parecía ser una clonación de sí mismo. Las mujeres que transitaban eran todas esa mujer, y con los hombres pasaba igual.
También los edificios, de idéntico color y proporciones, y los coches, el mismo deportivo blanco del anuncio. Asimismo los balcones, los establecimientos, farolas, fuentes, adoquines, iguales hasta el último detalle. Caminé despacio y mirándolo todo, escrutando cada porción de imagen por si aparecía algo desigual, ansioso por encontrar a una mujer de azul, un hombre sin corbata, o un coche verde. Pero nada, centenares de siluetas copiadas unas de otras seguían su paso, inalterados; las mujeres de rojo, y todos los hombres con bigote.
Después de mucho caminar me detuve ante uno de los escaparates y me quedé atónito. Desde el reflejo sobre el cristal me llegó mi propia imagen, la misma de todas, aquella del cuadro y de la televisión, aquella que se contaba por millares en las calles; un rostro frío, de nariz curva y mirada inquieta. Un hombre de pelo corto y castaño, de traje negro y corbata gris, y con un arreglado bigote. No supe entonces si pensar que toda la demás gente se había vuelto como yo, o yo me había vuelto como ellos.

1 comentario:

Blonde Redhead dijo...

No te dejes bigoteeeeeeeeee nuncaaaaaaaaaaaaaaa!!!!! jajajaja

Ahora en serio:
Mucha verdad hay en esas palabras, a veces cuando voy por la calle, se me pasa por la cabeza un: "parece que estoy en la película El ataque de los clones".

Hay que darle un poco de brillo a este mundo, salir de patrones. Parecemos máquinas ¿Te lo imaginas?.
Recuerdo un anuncio que era algo así, pero no se decirte de que era, creo que de móviles. En él aparecía una chica vestida con auténticos colores vivos y se sentaba en una terraza rodeada de tipos vestidos con trajes negros hablando por el movil...a ella se le caía el bolso y de él salía el movil de cuyo color no recuerdo.. pero era rollo revolucionario xq todos se la quedaban mirando jajaja
No sé si lo recuerdas...

También te puedes teñir el pelo de algún color bonito, como el rojo ;)